Homo sum et nihil humanum a me alieno puto

domingo, 14 de octubre de 2007

EL CHE, HOY (en el 40º aniversario de su muerte)


En las últimas tres décadas el fenómeno de las conmemoraciones ha ido in crescendo. No ha habido fecha históricamente más o menos señalada que no se haya “celebrado”, siendo objeto de la atención de los medios de comunicación y de las autoridades. Descubrimientos, gestas, fechas de nacimiento o defunción de artistas, científicos, políticos y deportistas… Nada escapa a la vorágine de las conmemoraciones. Aún así, parece persistir un vacío en lo que a la recuperación de la memoria se refiere.


Falta la reflexión, la comprensión del pasado en toda su magnitud por parte de los poderes públicos y la prensa (cuarto poder en esta sociedad de la información). Y, sobre todo, hay una carencia en la búsqueda de valores en el pasado. Hoy en día no se dota de valores ejemplarizantes a la Historia; sólo se utiliza como arma política o como reclamo turístico.
Tzvetan Todorov, en su Memoria del mal, tentación del bien, defiende que la Historia, per se, es neutra. Su valor se lo debemos otorgar nosotros, desde el presente, buscando en ella referentes morales y vitales. La Historia, dice Todorov, no debe regir el presente, pero sí debe tenerse en cuenta, pues el ser humano tiene derecho de –y necesita– conocer su identidad. Memoria e identidad están ineludiblemente unidas la una con la otra.


Todorov advierte, sin embargo, que, al ser neutra, la Historia puede ser manipulada, pudiendo ser instrumentalizada para legitimar posturas y acciones inmorales o criminales. Las dictaduras fascistas del primer tercio del siglo XX, por ejemplo, buscaron en la Historia justificaciones para sus políticas (Mussolini utilizó la imagen del antiguo Imperio Romano para justificar sus delirios de grandeza y tapar los crímenes de su régimen y las miserias de la Italia de los años 30; Hitler recordó el Drag Nach Osten teutónico para legitimar su expansión hacia el Este, etc.). Tales actos pervirtieron la Historia: la banalizaron, mezclando pasado y presente de manera indiscriminada e hicieron un mal uso de ella, pues no tomaron ninguna enseñanza positiva para la humanidad.


El ser humano debe volverse hacia el pasado con una actitud abierta, buscando referentes morales tanto en hechos como en personajes. Bien es cierto que nunca se debe hacer presentismo; es decir, no es correcto mirar al pasado con nuestros ojos de hoy, nuestros prejuicios, nuestra cosmovisión… Cada época tiene sus propias claves y su forma de entender el mundo y la vida, sus propios convencionalismos sociales y culturales. Empero, sí es cierto que, como apunta Todorov, hay en el ser humano una esencia inmutable, unos valores inmanentes que lo han acompañado siempre. Ello es lo que posibilita que cualquiera de nosotros se pueda identificar con algunos de nuestros semejantes del pasado en comportamientos, actitudes vitales o posicionamientos morales; es lo que hace que personajes como, por ejemplo, Leónidas, Sócrates, Federico de Sicilia, Tomás Moro o Voltaire nos sean cercanos, accesibles.


La Historia tiene el valor que nosotros queramos darle. Nuestra actitud cuando nos enfrentamos a ella es la clave que define su utilidad en el presente; una utilidad moral –vital– y no económica ni propagandística.

Una de esas figuras históricas que han sido tomadas como referentes con asiduidad es la de Ernesto Che Guevara. Este año se cumplen cuarenta de su asesinato: un 9 de octubre de 1967, tras ser capturado herido el día anterior en medio de la selva boliviana, Ernesto Guevara era asesinado a manos de los integrantes de un comando antiguerrilla formado por militares bolivianos y enviados especiales de la CIA. Sin embargo, la muerte física de Ernesto Guevara no acabó entonces con el Che; al contrario, ahí comenzó su leyenda, que habría de inspirar, a posteriori, a numerosos libertarios e idealistas. La pregunta es otra: ¿sigue teniendo vigencia hoy el Che Guevara?


A juzgar por la difusión de su imagen y la proliferación de todo tipo de objetos que la llevan plasmada, cabe pensar que el Che está vigente hoy más que nunca. Pura ilusión. “… la identidad del héroe se hace incierta. Adolescentes de suburbios, al entrar en una discoteca en los años ochenta, dijeron ignorar quién era el “cantante de rock” cuya mirada extática bajo la boina estrellada lucían en sus camisetas”, comenta Pierre Kalfon en su biografía Che. Ernesto Guevara, una leyenda de nuestro siglo[1]. La realidad es que la imagen del Che se ha convertido en un producto más del mercado global, en un instrumento del capitalismo. Jóvenes de hoy en día llevan en su vestimenta la imagen del Che no por compromiso con sus ideales, sino por mero modismo. Muchos de ellos se autoproclaman de izquierdas por autocomplacencia y no por verdaderos valores. Se compra la imagen que se quiere transmitir: otra forma de alienación derivada de lo “socialmente correcto”.


Todo este fenómeno no habría gustado al Che. Tampoco, por otra parte, que el régimen cubano se halla apropiado de su memoria, dando la imagen del héroe que más les conviene al tiempo que mantienen bajo llave o publican modificados sus escritos y papeles. Es la otra cara de Fidel, que, perdidas su energía y sus ideas de cambio hace décadas, se ha acostumbrado a mantener el statu quo y esperar. El Che no se lo habría perdonado, sobre todo sabiendo de la amistad que se profesaron en los años de Sierra Maestra.


Un viejo amigo del Che, Alberto Granado (aquel con el que hizo de joven un largo viaje por Sudamérica), en una reciente entrevista, comentaba que el mundo en el que vivimos no es el que el Che había soñado: cada vez hay más desigualdad, cada vez el rico es más rico y el pobre, más pobre; cada vez hay mayor individualismo y menos solidaridad. El Che luchó contra todo eso, hasta el final. Por eso olvidar al Che, o peor, banalizar la figura del Che, es imperdonable, pues supone una renuncia a una sociedad mejor. Ernesto Guevara, en palabras de Kalfon, quiso “un mundo más libre, más igualitario, más intransigente en el combate contra la injusticia, aunque (…) nunca diera contornos definitivos a la utopía tras la que corría”[2].


El Che representa valores como la solidaridad, la entrega, la coherencia moral, la fraternidad… Es la antítesis del mundo que se nos quiere vender. El Che no tenía precio y quería que nadie se viese obligado a tenerlo. Los soldaditos bolivianos que lo mataron son doblememnte culpables y víctimas de su acción: culpables por haber matado sin juicio previo a un hombre y por haber destruido con él una esperanza de mejora; víctimas por acabar con esa esperanza que les brindaba su defensor (el Che) y por claudicar definitivamente ante sus opresores (en su caso el dictador boliviano general Barrientos y EE.UU).


Lo plasmó magníficamente en sus versos el poeta cubano Nicolás Guillén:


“Soldadito de Bolivia,
soldadito boliviano,
armado vas de tu rifle,
que es un rifle americano.

Te lo dio el señor Barrientos,
soldadito boliviano,
regalo de míster Johnson
para matar a tu hermano.

No sabes quién es el muerto,
soldadito boliviano:
el muerto es el Che Guevara,
que era argentino y cubano.

(…)

Con el cobre que te paga,
soldadito boliviano,
que te vendes, que te compra,
es lo que piensa el tirano”.

Afortunadamente, su mensaje, sus ideales, no se han perdido. Sigue siendo el Che inspiración de los nuevos libertarios e idealistas que creen (que creemos) que otro mundo es posible. Muchos, contrarios (herederos de una tradición anti-Che nacida cuando éste vivía y era una china en la bota imperialista norteamericana), opinan que sostener tales ideales es engañarse. Son los mismos que tachan al guerrillero de terrorista, de codicioso del poder y de necio. Se equivocan.


La primera acusación cae sólo con leer las palabras del propio Che. En su obra La Guerra de guerrillas (donde traza un manual práctico de conducta y acción del guerrillero), el Che dice lo siguiente: “Donde un gobierno haya subido al poder por alguna forma de consulta popular, fraudulenta o no, y se mantenga al menos una apariencia de legalidad constitucional, el brote guerrillero es imposible de producir por no haberse agotado las posibilidades de la lucha cívica”[3]. Además, defiende el sabotaje como arma desestabilizadora y no el terrorismo. “El sabotaje no tiene nada que ver con el terrorismo (…). Creemos sinceramente que [el terrorismo] es un arma negativa, que no produce en manera alguna los efectos deseados, que pueden volcar a un pueblo en contra de un movimiento revolucionario y que trae una pérdida de vidas entre sus actuantes muy superior a lo que rinde de provecho”. Creo que es suficientemente elocuente.


En cuanto a su ambición de poder, baste recordar las palabras que Shakespeare pone en boca de Antonio, en su Julio César, cuando éste habla de César tras su asesinato: “El ilustre Bruto os ha dicho que César era ambicioso: si así fue, fue una grave falta, y César la ha pagado gravemente. (…) Cuando los pobres clamaban, César lloraba: la ambición debería estar hecha de materia más dura. Sin embargo, Bruto dice que era ambicioso (…). Vistéis todos que en las Lupercalia le ofrecí tres veces una corona real, y él la rehusó tres veces. ¿Fue eso ambición? (…) ¿Qué razón, entonces, os impide llorarle?”[4].


Por último, quien considera al Che un necio debe detenerse a pensar que gracias a hombres y mujeres como él que, a lo largo de la Historia, han querido algo mejor hemos evolucionado hasta donde nos encontramos, superando barreras que parecían insalvables. Recordar a esas personas, no como objetos, sino como modelos, es un derecho, un orgullo e, incluso, un deber, pues el ser humano sin memoria pierde su identidad; y si pierde su identidad, no es nada. La identidad cimentada en los valores antes citados de solidaridad, fraternidad, igualdad, libertad, respeto por la vida, dignidad, compromiso… es aquélla a la que debe tender todo ser humano. Pero aún queda mucho por hacer: lo primero, saber recordar y saber cómo mirar al pasado.

Pierre Kalfon se hace la pregunta de “¿qué queda, medio siglo más tarde, de la vida breve pero intensa del apuesto muchacho que desembarcó en Buenos Aires a los diecinueve años para estudiar medicina?” Y se responde inmediatamente: “Una vida apresurada”[5]. Está en lo cierto. Dejando el mito a un lado, el de Ernesto Guevara es un caminar en el que no existió la tregua ni la molicie: primero el viaje por Sudamérica antes de licenciarse, momento en el que comenzó a tomar contacto con las realidades del pueblo americano; después, la revolución en Cuba, la desilusión del Congo y Bolivia. “Muchos me dirán aventurero, y lo soy –escribe el Che en la carta de despedida a sus padres–, sólo que de un tipo diferente y de los que ponen el pellejo para demostrar sus verdades”[6].


Una de sus mayores virtudes fue la entrega a la causa revolucionaria; es decir, la causa del pueblo, pues para el Che el guerrillero es, ante todo, un reformador social que pretende devolver al pueblo lo que es suyo por derecho: tierra, libertad y dignidad. Dice en La Guerra de guerrillas: “Ya habíamos identificado al guerrillero como un hombre que hace suya el ansia de liberación del pueblo y, agotados los medios pacíficos de lograrla, inicia la lucha, se convierte en la vanguardia armada de la población combatiente”, añadiendo que el guerrillero debe ayudar técnica, económica y culturalmente al campesino, dando siempre buen ejemplo. Ese compromiso directo que le caracterizó fue fruto de una coherencia interna intachable que lo llevó a dejarse la piel a pie de campo renunciando a su despacho de ministro en La Habana. Así era Ernesto Guevara de la Serna y por ello debemos recordarlo.


[1] Pierre Kalfon. Che. Ernesto Guevara. Una leyenda de nuestro siglo. Barcelona. 1997. p. 609.
[2] Op.cit. p. 617.
[3] Ernesto Guevara. La Guerra de guerrillas. La Habana. 1960. p. 14.
[4] William Shakespeare. Julio César. Acto Tercero. Escena II. Estella. 2005.
[5] Op. cit. p. 616.
[6] Op. cit. p. 617.

martes, 9 de octubre de 2007

En recuerdo del Che


Hace cuarenta años, tal día como hoy (9 de octubre) un comando formado por soldados del ejército boliviano y hombres de la CIA acababan con la vida del Che Guevara, tras haberlo apresado el día anterior en la selva boliviana. Ese día despareció físicamente Ernesto Guevara, pero nació el mito del Che, de gran calado aún cuarenta años después. Como sincero homenaje y también con la intención de analizar la importancia que para mí tiene su figura, le dediqué un artículo en la revista del colegio mayor (Lonxe), salida en julio de este año. En los siguientes días transcribiré el artículo a este espacio con el fin de que llegue a más gente.

Hoy baste con apostillar:

Al Che, el idealista que, como diría Celaya, creía en la poesía de quienes toman partido, partido hasta mancharse en pos de una sociedad más igualitaria donde la injusticia, las vejaciones y la opresión no tuviesen cabida. In memoriam.