Nunca había estado en Segovia, así que el pasado domingo, mi amigo el Teutón y yo decidimos visitarla. Hizo un día típico del invierno castellano: el cielo gris, un frío seco y cortante y un paisaje urbano y campestre (el que se veía a las afueras de la ciudad) que yo denominaría estoico -si se me permite otorgarle personalidad al paisaje castellano. Una estampa que gustaba mucho a don Antonio Machado, que vivió doce años en Segovia, como catedrático de francés del instituto de la ciudad. La pensión en la que vivió es hoy una casa-museo dedicada a él. No sabía de su existencia, y fue una bonita sorpresa y uan oportunidad única de acercarme a uno de los lugares vitales del poeta. Allí me compré su Soledades. Galerías. Otros poemas, con el sello del museo que lleva su efigie, con lo que la visita ha servido para meterme de lleno en su obra.
Lo curioso es que ya incluso antes de saber que allí estaba la casa-museo de Machado Segovia me hacía recordar a la Generación del 98 y su gusto por las tierras castellanas. También me acordé de mi gran profesor de Literatura Universal del Instituto, Jorge de Vivero, que comparte con los noventayochistas el placer de viajar y conocer Castilla. Asimismo, me vino a la mente el nombre de uno de los mejores amigos de mi padre mientras estudió en Madrid: Ricardo, segoviano que es para mí un personaje entrañable que forma parte de mi memoria familiar de tantas veces que mi padre y yo hemos hablado de esos tiempos.
Además de Machado y del sobrio -árido, desnudo, incluso- paisaje castellano, Segovia me ha dejado dos imágenes más: la del majestuoso acueducto, a mayor gloria de mis queridos romanos, y la del alcázar de los Trastámara, que me llevó a pensar en los turbulentos y a la vez apasionantes tiempos bajomedievales. Ese período siempre me ha resultado muy atractivo, en varios aspectos, y no pude evitar recitar en el alcázar algunos versos de las sobrecogedoras Coplas a la muerte de su padre de Jorge Manrique. Esta tierra castellana rezuma mucha poesía de recogimiento.